Desde hace un tiempo ya no estoy en caída libre (controlada). Y es que hasta para la inercia pretendo que haya cierta previsión en el resultado. La tuve, en mi declaración fallida y en la salida de algún que otro grupo. Me lancé y no me equivoqué. Ojalá haberme equivocado. Estaba tan claro, que solo algo divino como un milagro podía cambiar el resultado de algo tan terrenal como el mostrarse tal y como uno es.
N me dice que tengo que atravesar la emoción y que si quiero algo o a alguien debo mostrarme. A mí, me parece todo un reto eso de la vulnerabilidad, porque inevitablemente te expone al dolor y al rechazo. Y dime tu a mí como se hace para que esto te atraviese de manera rápida e indolora. No existe, pero yo conozco gente que esto lo sabe gestionar.
Ante una mente previsora y con cierta dosis de control vital tener un “manual de instrucciones” para la vida se hace fundamental. Pero no existe, muchas veces pregunto a N y ella siempre dice; vivéncialo. Y vuelvo a la casilla de salida sin saber muy bien como jugar. Porque una vez que empiezo inevitablemente me autosaboteo. Por alguna extraña razón que empiezo a vislumbrar, me pongo piedras imaginarias con las que no llego a tropezar porque pienso que va a doler. Y así me paso, que no llego ni al intento. Según con qué y según con quién.
Por suerte, entre dosis de drama personal y ajeno me río de todo esto sola y acompañada. Un día, Vir me dijo “ojalá te vieras con los ojos con los que yo te veo”.
Y en ese mismo instante, algo se rompió.
Ojalá tú, que lees esto, porque sabes que de vez en cuando escribo este diario de vida te mires con los ojos con lo que te veo yo. Puros, sin juicios y con alta dosis de admiración.